¡Yo te represento!… ¿O no?

En la actualidad presenciamos en América Latina y en el mundo en general una desilusión, rechazo o desinterés por la política. En aquellos países donde el voto no es obligatorio (es un derecho, no un deber) presenciamos que los ciudadanos no acuden en su totalidad a las urnas y en los Estados donde el acto de votar es un derecho y un deber (voto obligatorio) el ausentismo, los votos viciados y nulos tienen un porcentaje algo preocupante.

¿Por qué? ¿Qué motiva dicha realidad? ¿Qué lleva a los ciudadanos a actuar de ese modo? ¿Será rechazo a la política en sí, como sustantivo? ¿O será porque consideran que aquellos a quienes eligen en el acto de votar no los representan realmente?

El problema de la representación se encuentra presente y latente en las democracias y más aún, se agrava cuando el voto es obligatorio, debido a que el ciudadano elige sí o sí (en el caso de no desear recibir una sanción) una opción.

El voto como derecho y deber acarrea un conjunto de situaciones problemáticas que serán tratadas en otra oportunidad. Pero uno de ellos es el tema que nos ocupa ahora: la representación obligatoria.

Empecemos por donde se debe (por el principio). La idea general aquí es: si hay voto obligatorio, la representación es obligatoria. Aclaro. No digo que obligar a votar es causa de la aparición del fenómeno de la representación.

No. La idea es que si una persona está obligada a acudir a las urnas se encuentra ante un problema: elegir a un candidato que si gana se convertirá en “su” representante, aunque no lo considere como tal. Objeción: la persona en este caso puede viciar su voto, dejar en blanco su cédula de sufragio o simplemente no ir a votar. Puede ser verdad, y lo es en cierto modo, pero no del todo. Veamos porqué.

Los ciudadanos en los países donde el voto es obligatorio en su mayoría va a votar no tanto porque consideran que los candidatos de resultar ganadores cumplirán sus promesas y actuarán siguiendo los intereses nacionales. Acuden porque de no votar recibirán cierta sanción. Y el problema es justamente este: acuden, van a votar, eligen y este grupo es mayoritario.

La elección que tomen saldrá de ellos mismos, pero han sido empujados a que elijan entre las opciones dadas; opciones presentes no por el deseo de ellos, sino por un grupo de ciudadanos políticamente activos.

Se podrá decir: pero ellos pueden convertirse también en personas activas en la política, ir a los partidos y movimientos políticos y elegir a los candidatos. Claro que sí, pero la realidad nos dice que no lo hacen.

Son pocas las personas cuya participación política va más allá del voto y la gran mayoría sólo cuando acude a sufragar realizan una participación política. El porqué de esta situación es motivo de otro análisis. Aquí sólo lo menciono como ayuda para la reflexión que nos ocupa.

Si el voto dejara de ser una obligación, la situación cambia. Los ciudadanos que irían a votar lo harían por propio consentimiento y elegirían a aquel candidato cuyas expectativas ha cubierto y que consideran que sería un buen representante, “su representante”. Como la votación es libre, si ningún candidato satisface los deseos expectantes de algún ciudadano, este simplemente no irá a votar. Por lo tanto, los candidatos triunfadores serán representantes “genuinos” sólo de aquellos que votaron por ellos.

Con esto no pretendo decir que los ciudadanos no votantes no tengan representantes. Los tienen, en el sentido que la democracia nos dice que los hombres elegidos para ocupar cargos públicos mediante elecciones universales (ahora) se convierten en representantes de la nación. Pero estos “elegidos” no serán vistos por los no votantes como personas que representan, reflejan, comparten con ellos ideales, intereses u objetivos. Los ven como simples interlocutores, como un medio más para hacer escuchar sus peticiones o quejas.

Y si los representantes fallan o cometen errores durante la ocupación de su cargo, no cumplen con sus promesas electorales, los no votantes no tendrían por qué reclamar, puesto que no se sentirían engañados, no votaron por ellos, y si lo hacen argumentando que esos errores afectan al sistema político y, por lo tanto les afecta, pues la culpabilidad se volvería hacia ellos por el hecho de que esos representantes están ahí porque ellos los pusieron donde están, por omisión, por no participar en el acto de votar y no apoyar a un ciudadano a que participe como candidato.

Esto quizá les haga reflexionar y ante la cercanía de otro proceso electoral consideren que es necesario participar activamente en la política, ir a los partidos o movimientos políticos y apoyar a una persona para que se convierta en el candidato de dicha institución, para tener la seguridad (su seguridad) de que los próximos representantes no cometan equivocaciones.

En el caso de los Estados donde existe el voto como derecho y deber, se presentan dos realidades: la votación no es libre y la representación no es siempre genuina. Se verá que no he puesto “la elección no es libre” y en su lugar coloqué “la votación no es libre”. Ello porque no ir a votar conlleva una sanción, por lo tanto, no es “libre”; sin embargo, la elección si es libre, debido a que los ciudadanos no están obligados a elegir un candidato específico. Mas esta libertad es relativa y restringida, porque como mencioné líneas arriba, las opciones ya están dadas.

Por lo mismo, podríamos afirmar: “la votación y la elección no son exactamente libres”. La segunda afirmación dice que la representación no es siempre genuina. Y lo digo porque como ya lo he expresado, las opciones están presentes no por voluntad de la gran mayoría de ciudadanos, sino por la voluntad de una pequeña parte activa políticamente de la población y porque el Estado lleva al votante y elector potencial a convertirse en un votante y elector real.

El ciudadano va a votar y elige a un candidato aun cuando en su pensamiento considere que, de resultar ganador y convertirse en un representante, dicho candidato no sea “su verdadero” representante. Por lo tanto, esa representación no es genuina, aun cuando haya votado por él. De vuelta la objeción: esa persona, en última instancia, puede viciar su voto.

Sí, es cierto, pero en los países donde prácticamente se fuerza a los ciudadanos a votar, el Estado realiza una gigantesca campaña difusora que enseña cómo votar correctamente, pero no nos dice que en caso de que no tengamos un candidato ideal podemos viciar nuestro voto o dejar en blanco nuestra cédula de sufragio.

Conduce a los ciudadanos a optar por uno de los candidatos existentes. Pero lo más grave es lo siguiente. Cuando esos representantes asumen sus funciones y fallan, los ciudadanos, que en su gran mayoría han participado en el proceso electoral obligados por el Estado, piensan que ha sido inútil su participación, no ha tenido efectos favorables y el culpable de ello es el Estado por haberlos obligado a votar aun cuando “sabían” casi con total seguridad que esas personas no cumplirían con sus promesas electorales y que la política y la participación en política (como ellos “ya lo sabían”) no sirve para nada bueno, se utiliza para engañar a los ciudadanos y para enriquecer a unos pocos: entre ellos, a los “representantes”.

Así tenemos que la población casi en su totalidad ve a los representantes como algo no cercano a ellos, por el contrario, los ven lejos, inasequibles, corruptos y mentirosos.

La historia nos dice que la representación por elección surgió de la necesidad de acabar con los reyes absolutistas que representaban a Dios en la tierra y con aquellos gobernantes que se convertían en tales por herencia o por el empleo de la fuerza. Por este motivo se empezó a hablar de “el poder emana del pueblo”, por lo tanto “todo el poder para el pueblo”.

Sin embargo, en la actualidad los ciudadanos sienten que ese “todo el poder para el pueblo” se ha convertido en “todo el poder sobre el pueblo”. Y ello por lo siguiente. La idea de aquellos pensadores de los fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX era que el poder lo tenían en realidad el pueblo, por lo tanto, ellos mismos deberían gobernarse (y no una elite o unos “elegidos” para gobernar) mediante la elección de personas que elegidas de entre el “pueblo” se conviertan en gobernantes, pero también en sus representantes. Así, los nuevos gobernantes eran personas del pueblo elegidas por el pueblo. La elección se daba porque era (y es) evidente que no todos deben y pueden gobernar, sólo unos pocos, debían hacerlo, pero ahora salían del pueblo y se convertían así en sus representantes.

Sin embargo, los representantes, con el transcurrir del tiempo, se han ido olvidando el porqué de su existencia y cada vez se sienten más (por dentro, aunque externamente digan lo contrario) ajenos al “pueblo”, a los ciudadanos en general, y viceversa.

Sus actos se alejan cada vez más de aquello que los ciudadanos consideren correcto. Y los ciudadanos juzgan que las acciones de los representantes no reflejan, no representan lo que ellos harían de ocupar su cargo.

Los representantes podrían decir: nosotros actuamos en bien del país, conocemos mejor el manejo de la cosa pública que los ciudadanos comunes y por ello no esperamos que nuestras acciones sean comprendidas por todos, porque mientras que para los ojos de los ciudadanos una acción nuestra está mal, para los fines del Estado está bien.

Podemos decir entonces que existen dos funciones de los representantes: a) función de gobernar eficazmente y b) función de representar auténticamente. Si consideramos que la función básica es la de llevar a cabo un gobierno eficaz, estaríamos deslegitimando la sustancia de la figura de “representación”. Y si inclinamos la balanza a favor de la función de representar auténticamente, es decir que valga más la opinión de la ciudadanía al tomarse una decisión política que afecte directamente al Estado, podríamos quizá propiciar un gobierno desacertado, ineficaz.

Esto último infiere que los ciudadanos comunes no conocen, ignoran como se puede manejar acertadamente la cosa pública. Pero esto ya motivaría realizar otro análisis. Lo que aquí pretendo señalar es que hay una constante disyuntiva entre considerar que la función esencial de los representantes es la de gobernar eficazmente, o la de representar auténticamente.

Cada uno tiene sus ventajas y desventajas. ¿Cuál será el punto de equilibrio? ¿Qué opinan los ciudadanos? ¿Qué opinan los representantes? ¿Los primeros dirán “tú no me representas”? Quizá los segundos quizá se encuentren reflexionando ante esta disyuntiva y piensen: “¡Yo te represento! ¿o no?”

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