Antecedentes históricos
En el campo de la ciencia política moderna existe una tendencia muy desarrollada que considera a los «sistemas políticos» como configuraciones de estructuras políticas históricamente condicionadas por una serie de factores sistémicos de diverso origen. Me parece imposible examinar el sistema de partidos políticos en Uruguay sin tomar en cuenta esa tendencia. Historia y política están estrechamente ligadas en el caso uruguayo.
Uruguay es el país más joven de América del Sur y a la vez, por comparación, su historia política es la de una democracia estable cuyas crisis internas han sido superadas usando siempre el recurso de los partidos políticos. En la vida política del Uruguay hay una relación tan estrecha entre el Estado, los partidos políticos y la sociedad civil que muchos autores se inclinan a considerar el sistema político uruguayo como fruto de una partidocracia.
Sin participar totalmente de esta posición, creemos que el desarrollo de la democracia uruguaya -a pesar de sus altibajos, no tan pronunciados como en otras comunidades sudamericanas- es el producto evidente de una civilización partidocrática, sujeta permanentemente a captaciones muy sensibles de los reflejos provocados por los sucesos históricos fuera de nuestras fronteras o por el choque interno de los juegos partidarios. Todo lo cual es característico de la suerte que les corresponde a los países subdesarrollados, en especial a los más pequeños como es el caso de Uruguay, frente a los grandes centros internacionales del poder económico y político.
Ninguna de estas situaciones a las que hacemos referencia, vividas por el sistema uruguayo, han finalizado con el reemplazo o el reequilibrio del régimen anteriormente subsistente en el momento en que se produjeron. En otras palabras, aún en medio de una dictadura cívico militar como la que se vivió entre 1973 y 1984 (para poner un ejemplo extremo) la salida a la crisis no alteró de manera radical mente transformadora aquellas configuraciones de estructuras políticas, históricamente determinadas, de las que recién hablábamos.
En Uruguay, hablar de su historia, de sus partidos políticos y de su democracia es prácticamente idéntico a manejar una determinada diversidad de aspectos fenoménicos mediante el uso de sinónimos que son comunes para el lenguaje de la ciencia política. Conviene señalar al mismo tiempo otra de las singularidades del caso uruguayo. Me refiero a su particular legislación electoral que, a pesar de la complejidad de sus mecanismos, de la minucia de sus disposiciones y muchas veces del fárrago creado por sus continuas modificaciones -constitucionales o legales- obliga al analista político a tomarla muy en cuenta, por más que le cueste entenderla si pretende comprender el funcionamiento de la democracia en ese país.
En otras palabras, como quizá ocurra en pocos países del mundo, la legislación electoral integra las estructuras políticas a que hicimos referencia. A pesar de que las primeras leyes electorales datan de la primera década de este siglo, a partir de 1918 Uruguay ha sido una democracia estable durante cincuenta años: de 1918 a 1933 (hay luego un corte dictatorial de carácter civil), de 1941 a 1973 (período al cual le sigue una dictadura cívico-militar) y nuevamente desde 1985 hasta el presente.
Ese largo período está caracterizado por continuas creaciones y recreaciones de la legislación electoral. El primer medio siglo desde el nacimiento de la democracia en Uruguay (1918-1968) puede ser considerado como un ejemplo de libro de texto a los efectos de la legislación electoral sobre el sistema de partidos.
Por último, si bien a partir de 1918 debemos considerar los inicios de la democracia uruguaya en términos constitucionales y de relativa estabilidad social, hay detrás más de medio siglo cuyo conocimiento es indispensable para comprender el desarrollo de la democracia en el Uruguay, tanto como la importancia de su sistema de partidos políticos.
El sistema de partidos – su composición
El núcleo del sistema de partidos, conocido nacional e internacionalmente como los Partidos Colorado y Nacional (vulgarmente dicho «colorados y blancos») tiene cerca de 150 años y se confunde de manera a veces muy vaga con el nacimiento del país. Más aún, se puede afirmar sin temor de exageraciones, que «blancos y colorados» están en el nacimiento de la nación mucho antes de que se aceptase la idea, ya un tanto académica o por lo menos nacida en el círculo de los «doctores» del siglo pasado, de considerarlos partidos políticos y como tales empezar a legislar sobre ellos. Es decir, las primeras normas constitucionales y legales del Uruguay no crean los Partidos Blanco y Colorado, sino que simplemente los reconocen como parte inseparable de nuestra historia nacional.
Los demás partidos políticos van naciendo como reflejo de éstos o como respuestas a un sistema político, social y económico que indagaban sobre la suerte del país y de la sociedad uruguaya, mucho más allá de su legislación electoral y de los cintillos tradicionales representados por «blancos y colorados».
Vale decir que en el siglo pasado «blancos y colorados» no eran partidos políticos en el sentido moderno del término. Eran organizaciones políticas de «arrastre social» girando en tomo al poder del Gobierno más que el del Estado, sino coherentes ideológicamente por lo menos fuertes, con apoyos masivos de carácter policlasista, también con ejércitos o milicias armadas y que, habiendo perdido su ingrediente militar a partir de 1910, han subsistido políticamente hasta el día de hoy.
Estos «bandos», más que partidos, llamados «tradicionales» con toda propiedad nacieron de las huestes de los principales caudillos en los años posteriores a la Independencia nacional del poder español (1810-1830). Vale la pena anotar esta especial peculiaridad: nacieron en un territorio sin fronteras determinadas -como uno de los productos remanentes y de largo peso en el desarrollo de la historia del Uruguay- de la descomposición primero del Virreinato del Río de la Plata y, posteriormente, de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Desaparecida la figura prócer del General Don José Artigas y con él su utopía de la Liga Federal en los vastos espacios del Río de la Plata, sus principales tenientes, Lavalleja, Oribe y Rivera, en permanentes pugnas caudillistas que no es del caso historiador ahora, fueron conduciendo aquellos procesos de aluvión que mezclaban los intereses propios de la Banda Oriental que había defendido Artigas, con los de los unitarios y federales argentinos y con los de los «farrapos» brasileños, en interminables luchas por el control de la región.
En esas luchas, el «bando» y la divisa fueron una misma cosa, como también la divisa y el lema para distinguir a los bandos fueron los antecedentes reales antes que formales para señalar con el tiempo a los partidos tradicionales y por extensión jurídico-formal a los partidos modernos: «blancos y colorados».
Esos «bandos» políticos y la configuración forzada del Uruguay como un Estado nacional que recién alcanzaría su identidad real con la Constitución de 1918 soportaron muy graves contingencias a lo largo de las dos terceras partes del siglo XIX. Muchos fueron los problemas a resolver de los cuales solamente podemos considerar cuatro en razón del espacio del cual disponemos:
La lucha por la tierra fue el Primero de ellos. Problema que ya lo había encarado Artigas en su Reglamento de Tierras de 1815 y que si bien había empezado a aplicarse durante su hegemonía política en la región (1815-1820) nunca terminó de resolverse. Los problemas sociales que dejó pendientes fueron el gran caldo de cultivo de las luchas caudillistas posteriores.
El latifundio -mal endémico de América Latina- está todavía por resolverse en la región del Plata. Las guerras civiles del primer período independentista confundieron, por la pasión de los caudillos, la lucha por la tierra con la lucha de las divisas partidarias y le dieron un contenido épico que alimentó el carácter de lo tradicional, de lo simbólico y también de lo mítico. Esta lucha fue perfilando uno de los caracteres de los blancos en el sentido de propietarios del latifundio y por tanto patricios, de legalistas en el sentido jurídico y de conservadores en el sentido del ejercicio del gobierno, aunque éste fuera fraccionado o parcial.