La ideología es el ejemplo mismo de una de esas nociones familiares cuya aparente claridad se desvanece desde que tratamos de definirlas con precisión. Forjada hacia 1800, el término designó inicialmente el estudio de la afirmación de las ideas, en el simple sentido de representaciones mentales y después a la escuela filosófica que se consagró a esa finalidad (con la falta de éxito habitual). Fueron Marx y Engels que, cincuenta años más tarde, imprimieron al concepto ideología el sentido; a la vez rico y confuso, que, en lo esencial, posee todavía actualmente.
La ideología devino, en su teoría, el conjunto de nociones y de los valores destinados a justificar la dominación de una clase social por otra. La ideología sería, según ellos, no otra cosa que una mentira, aunque no excluiría la sinceridad, porque la clase que se beneficia con ella cree en esa mentira. Es esto a lo que Engels denominó la “falsa conciencia”.
Para colmo, la mentira puede parecer igualmente verdadera a la clase explotada, extravío que se ha bautizado con un término que, él también ha hecho carrera “la alineación”. En un sentido amplio, se puede incluir en la ideología, no solamente las concepciones políticas o económicas, sino también los valores morales, religiosos, familiares, estéticos, el derecho, el deporte, la cocina, los juegos de circo y de ajedrez.
De esta descripción sumaria brota una serie de problemas que ocupan a la sociología desde hace un siglo, y que Raymond Boudon, uno de los más rigurosos sociólogos franceses actuales se esfuerza en resolver a su turno. La ideología, en efecto parece nacida bajo la estrella de la contradicción. ¿Si ella es ilusión y mentira como puede ser eficaz? Aunque es posible, en virtud de ciertos de sus rasgos, calificar a la ideología de irracional, se hace preciso notar que muchos de los ideólogos pretenden no siempre abusivamente apoyarse sobre una argumentación científica.
Ciertamente, ellos rehúsan tomar en consideración los argumentos y los hechos que les disgustan, lo que es la negación del espíritu científico y terminan en la mayor parte de los casos con ese raciocinio irracional que se llama “lengua de madera”.
Resta decir que todo ideólogo cree y tiene éxito en hacer creer que él posee un sistema explicativo global, fundado sobre pruebas objetivas. Marx, por otra parte, concluyó integrando este aspecto a su teoría. Poco importa, replican sociólogos tan eminentes como Talcott Parson, Raymond Aron, Edward Shils: la ideología no depende en ningún caso de la distinción entre lo verdadero y lo falso. Es una mezcla indisociable de observaciones de hechos parciales, seleccionados por las necesidades de la cuestión, y de juicios de valor pasionales, manifestaciones de fanatismo y del conocimiento. Para Shils, la irradiación del ideólogo se parece a la del profeta, del reformador religioso y no a la del sabio, incluso descaminado.
De inmediato una objeción viene al espíritu: ¿Las religiones no son distinguibles de las ideologías? Seguramente, pero hay reformadores religiosos, como los Savonarola o Jomeyni que proyectan su religión en ideología política y social, servida por un ejercicio totalitario del poder. Asimismo, puede considerarse la revocación del edicto de Nantes y la persecución de los protestantes por Luis XIV como un acto ideológico tanto como religioso, puesto que la noción de monarquía de derecho divino confería al catolicismo la función de legitimar el absolutismo del poder político. Cuando los profetas desembocan en la ideología, se transforman en hombres de acción y en jefes políticos.
La explicación por el fanatismo puro observa pues, con razón, Raymond Boudon no es suficiente para dar cuenta de lo que es un sistema ideológico y de su capacidad para operar en la realidad. Por esto se vuelve al punto de partida: La ideología comporta siempre un elemento racional, al menos “comprenhensible”, como decía Max Weber, y una dosis de eficacia. Por eso es tanto más necesario que la ideología, y éste es uno de sus componentes capitales, actúe sobre las masas y las impulse a la actividad. Ella domina a veces una civilización entera, o por lo menos, un segmento social o cultural: los intelectuales, los cuadros, los obreros, los estudiantes. No se puede comenzar a hablar de ideología sino en presencia de creencias colectivas. La ideología solitaria es relativamente inofensiva.
La ideología era para Lenin, y permanece siendo para sus sucesores, un arma de combate en la lucha de clases y para el triunfo mundial de la revolución. Ella es, por tanto, mucho más militante que el prejuicio, la ilusión consoladora, el error banal, la excusa absolutamente dulce manía o la idea recibida, aunque ella incluye todo esto y de ello se nutre. Me causa asombro, por otro lado, que Raymond Boudon haya subtitulado su libro “El origen de las ideas recibidas” porque la idea recibida puede ser pasiva, en tanto que la ideología es siempre activa.
No obstante, uno se siente un poco insatisfecho con la lectura de estas generalidades. Exhaustivo y sutil en el análisis crítico de las explicaciones sociológicas de la ideología, Raymond Boudon habría debido, a mi juicio, investigar más allá de las fronteras de su especialidad. Más que en los sociólogos, que se elevan raramente por encima de una respetable banalidad, es a veces en los moralistas o en los novelistas que se encuentra restituido en su espantable plenitud el misterio de la cristalización ideológica.
Sin volver sobre los clásicos demasiado conocidos para extenderse en ellos, como el Gran Inquisidor de los “Karamazov” y “Los demonios” (de Dostoievsky) se encontrarían sin duda en El Corán percepciones bastantes estimulantes sobre la ideología: en la “Genealogía del fanatismo” del “Compendio de descomposición” y en “Historia y Utopía”. ¿Pero por qué no hojear también en la literatura más reciente? Por ejemplo, la última novela de Mario Vargas Llosa, “Historia de Mayte” (Gallimard): pintura soberbia y sofocante del nacimiento y crecimiento de la ideología terrorista en el seno de un grupo.
El novelista nos hace asumir desde dentro el caso concreto, vivido por individuos, de una visión a la vez delirante y razonada (aquí se recuerda a Boudon), pero que, sobre todo, se traduce en actos. Esta podría ser la historia de los fundadores del Sendero Luminoso peruano, esos profesores de filosofía maoísta, persuadidos de tener el derecho de matar a todos los hombres que se opongan a sus planes.
Porque la ideología es una mezcla de emociones fuertes y de ideas simples vinculadas a un comportamiento. Ella es a la vez intolerante y contradictoria. Intolerante, en tanto incapaz de soportar la idea de que existe alguna cosa fuera de ella. Contradictoria, en tanto dotada de la extraña facultad de actuar de manera opuesta a sus propios principios, sin tener la sensación de traicionarlos. Su fracaso repetido no la condice por lo demás a ponerlos en cuestión, la incita por el contrario a radicalizar su aplicación.
Ciertamente, Raymond Boudon produce estudios esclarecedores de casos históricos o contemporáneos de ideología: reflexiona sobre “El espíritu del Jacobismo” de Agustín Cochin, sobre el tercermundismo y la “Teoría de la dependencia”, sobre el asunto Lyssenko. A propósito de este último, precisamente, me parece subestimar dos caracteres del comportamiento ideológico. Uno es la fidelidad abstracta a la ortodoxia, inclusive si la “praxis” debe serle sacrificada. “Porque es extremadamente verdadero, escribía Jacques Monod, que la base fundamental de la genética clásica es incompatible tanto con el espíritu como con la letra de la dialéctica de la naturaleza según Engels”. El otro aspecto, es que la puesta en práctica de las teorías lysenkistas fue una de las causas del estancamiento de la agricultura soviética, hermoso ejemplo de la indiferencia de los ideólogos frente a los desmentidos que les inflige la realidad. ¿Cómo explicar la “racionalidad” de una ideología suicida? Raymond Boudon destaca sobre todo cuando muestra las tempestades de la ideología… en la sociología misma, y en la filosofía de las ciencias. Su descortezamiento de algunos libros, que tuvieron éxito durante el último cuarto de siglo transcurrido, permite comprobar, una vez más, en los propios medios intelectuales, la amplitud de las pulsiones “que confieren a ideas recibidas la autoridad de ciencia”. La actual reacción furibunda y dogmática de los ideólogos de la antisiquiatría ante los descubrimientos sobre el origen orgánico de la esquizofrenia ilustra bien esta “derivación” como habría dicho Pareto, al igual que el charlatanismo erudito de las primeras teorías racistas a fines del siglo XIX.
Incluso cuando Boudon rastreó las causas del fracaso de una campaña a favor de la contracepción en la India, la encuentra de manera convincente en los prejuicios de los sociólogos enviados al lugar y no en los de los campesinos. En suma, Raymond Boudon ha escrito, con penetración y competencia, un estudio no tanto sobre sociología de la ideología como sobre la ideología de los sociólogos.