Luego de la caída del gabinete que presidió Jorge del Castillo Gálvez, debido a la denuncia de irregularidades y delitos en la concesión de lotes petroleros, es obvio que queda en la ciudadanía la sensación de corrupción en algunos sectores que conducen el gobierno del presidente Alan García.
Se argumenta que las acciones de cabildeo o lobby que efectuaba el exdiputado Rómulo León Alegría son el reflejo de la corrupción en el gobierno y que se muestra el lado oscuro del poder. De cómo se usan las influencias para conseguir resultados que favorezcan intereses particulares.
Lo que supuestamente hacia León Alegría al “aceitar” (corromper) a ciertos funcionarios para conseguir resultados, no es lobby, no es política, es sencillamente corromper funcionarios. Allí se equivocan los medios y los analistas al vapulear las acciones de influencia frente a los gobernantes y funcionarios públicos.
El lobby es parte de una estrategia de incidencia política por parte de personas, organizaciones, gremios, sindicatos y/o empresas, para lograr que los poderes públicos, modifiquen, mantenga, eliminen o creen mecanismos y/o regulaciones que favorezca a sus intereses.
Por lo tanto, es un mecanismo legítimo de acción política, es la manera en que se hace conocer a los tomadores de decisiones de las problemáticas que se presentan en una sociedad y se les plantea la manera de solucionarlo.
Por ejemplo, el gremio de los exportadores manifiesta la necesidad que el tipo de cambio suba con el objeto de mejorar la competitividad de las exportaciones; se reúnen con los funcionarios y el ministro responsable, son invitados a las comisiones legislativas para exponer sus puntos de vista. Otros gremios puedan manifestar su desacuerdo con la medida, por lo que sucede una lucha política por conseguir que ciertos intereses prevalezcan en una coyuntura particular.
El tema es que sobre estas acciones hay un manto de oscuridad y una falta absoluta de transparencia en cuanto a las actividades de incidencia política y de lobby en particular que realizan las personas y organizaciones. Nuestra estructura patrimonialista de poder, es decir, la creencia de que el Estado es el botín del partido de gobierno y de sus amigos, han hecho que se enraícen prácticas corruptas sobre la gestión de intereses.
Justamente, por ello, en el año 2003 la entonces congresista Anel Townsend, propuso y logró que se apruebe la ley N° 28024, “ley que regula la gestión de intereses en la administración pública”, la misma que estable un registro de gestores y un detalle de las actividades que estos realizan en una oficina especializada de los registros públicos.
A pesar de la ley y de los mecanismos para su desarrollo legalizado, los actores, es decir, los funcionarios públicos y los gestores de intereses no aplican los alcances de la norma, ni menos la ley prevé medidas coercitivas de su incumplimiento.
En el caso concreto de los organismos públicos, no se conoce de la implementación de la ley por ejemplo en el parlamento nacional, presidencia de la República, los ministerios, gobiernos locales, regionales y municipales, empresas públicas, etc. Es decir, si no se toman las decisiones institucionales para que los gestores y los funcionarios registren sus actividades, poco efectiva será la ley.
Por eso afirmo que la cultura patrimonialista en el Estado pervive en los funcionarios, quienes creen que el Estado es su botín, su propiedad, que nadie tiene derecho de exigirles cuentas de sus actos, ni menos registrar y dar cuenta de sus contactos con los grupos de interés y de presión.